jueves, 30 de abril de 2009

quienes son los consagrados seglares


Este es el compartir que estos seglares consagrados te hacen. 

"Sobre todo a ustedes, seglares consagrados, vanguardia del laicado, les corresponde la tarea de hacer que la enseñanza de Cristo no caiga en el vacío, sino que se convierta en proyecto operativo, social y político, para construir un mundo de fraternidad, de paz, de comunión entre los hombres". Mons. Juan José Dorronsoro.

Nosotros como miembros de Instituto Secular, estamos llamados a manifestar la apertura real a los valores del mundo actual (auténtica secularidad) y la plena y profunda entrega de corazón a Dios (espíritu de consagración). 

Estamos llamados a desempeñar un papel en la evangelización del mundo siendo sal y luz, levadura que fermenta la masa. Y hacerlo desde la vida, desde la sencillez, desde lo cotidiano, desde lo pequeño, lo imperceptible; desde donde cada uno haya sido llamado, desde donde cada uno pueda; desde donde cada uno llegue.

La nuestra es una vocación específica para manifestar el Evangelio en nuestra vida y hacerlo presente en la realidad del mundo en que vivimos y trabajamos. No lo llevamos desde fuera sino que lo aportamos desde dentro. No lo miramos, lo contemplamos, desde fuera sino que lo percibimos y sentimos desde dentro. No es algo añadido a nosotros, sino que es parte de nosotros mismos.

Y todo con los ojos de Dios, los sentimientos de Dios, la presencia de Dios, la voluntad de Dios, la libertad que nos da sabernos en las manos de Dios.

Y para ser fiel a nuestra misión es necesario:

- Una verdadera vivencia del seguimiento de Cristo 

- Un gran equilibrio entre la consagración y la secularidad 

- Un radicalismo en el compromiso de los consejos evangélicos 

- Vivir la secularidad y la consagración desde el exigente compromiso en el mundo y por el mundo 
Una consagración que impregne toda nuestra vida y actividades diarias, creando una total disponibilidad al Espíritu 

- Ser verdaderamente competentes en nuestro campo específico para ser verdaderos testigos 

- Vivir la inserción como una actitud interior 
Ser conscientes de la necesidad de una formación permanente que nos lleve a una mayor plenitud, a una mayor responsabilidad, a una mayor presencia, a una mayor apertura. 

Secularidad y Consagración. Consagración y Secularidad. Son esenciales y complementarias en nuestra vocación.


"Los tiempos actuales requieren una profundización de nuestra vocación según las exigencias de esta época" 

Nuestra vida es un "estar con" Cristo y un "estar con" las mujeres y los hombres de nuestro tiempo, con quienes, la vocación recibida, nos propone vivir, conocer y amar, con el deseo en el corazón, con la esperanza, de que un día ellos mismos reconocerán a Aquel que les da la vida y dignidad.

Se trata, por tanto de que "estemos con Cristo" de un modo inteligible para nuestros contemporáneos, porque "no se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa" (Mt 5,15). Nuestro estar con Cristo se concreta en este mundo, esta sociedad, que está en continuo cambio, transformación.

Un mundo brillante, abigarrado, sorprendente, cruel también en muchas ocasiones...; pero un mundo en ebullición y desbordante de vida; un mundo en el que los progresos de la ciencia y de las técnicas posibilitan maravillosas realizaciones al servicio de la vida humana, de la comunicación y del desarrollo de los pueblos. Progresos de la ciencia y técnica que al mismo tiempo manipulan y destrozan la vida humana, la naturaleza; que hacen mayores las diferencias entre los pueblos; que rompen la comunicación.

Un mundo en constante avance y cambio, que abre espacios a la invención y a la úsqueda de equilibrios deseados.

Vivimos en un mundo de sobreabundancia. Sobreabundancia de conocimientos, de informaciones, de solicitaciones en todos los terrenos, y al mismo tiempo falta cubrir las necesidades vitales, existe marginación, pobreza, carencia de lo más elemental...

Es este el contexto en el que vivimos, estamos y participamos. Somos muy de este mundo y también estamos marcados por las corrientes que lo atraviesan.

Inmersos en este mundo, por pertenencia natural y por vocación, debemos manifestar modos de vida en los que la radicalidad evangélica sea inteligible y tangible para los que nos rodean.

En su tenor sociológico, la secularidad es el contexto de vida social, con sus cambios culturales, en los que el laico participa activamente. Pero no se trata de una obra de transformación del ambiente.

En su tenor teológico, el carácter secular del laico conlleva a una triple misión: "participar en la obra de la creación", "liberar a la creación de la influencia del pecado", "santificarse en el mundo".

"La iglesia tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su naturaleza íntima y a su misión, cuyas raíces se hunden en el misterio del Verbo encarnado, y que se realizó de diversas formas por sus miembros" (Juan Pablo II. Discurso a los II.SS. 1.972).

Los II.SS. permiten iluminar más esta constatación. De manera oficial, estos Institutos hacen y están llamados a hacer la experiencia de la secularidad que concierne a toda la Iglesia. Ellos radicalizan las cuestiones que suscitan los ambientes cristianos sobre la relación entre la fe y lo secular.

Nacidos de la determinación a llevar adelante el radicalismo evangélico en el corazón del mundo, los institutos seculares conjugan la problemática de la secularidad y de los estados de vida en la Iglesia. Plantean en primer lugar la delicada cuestión de la vida consagrada in saeculo et ex saeculo.


"Consagrados, en el mundo y desde el mundo, secularidad y consagración constituyen la unidad propia, distinta, esencial, en nuestra vida".

Pablo VI decía: "En un momento como éste los institutos seculares, en virtud del propio carisma de secularidad consagrada, aparecen como instrumentos providenciales para encarnar este espíritu y transmitirlo a la Iglesia entera".

El mundo de hoy necesita con urgencia que los Institutos Seculares demuestren la posibilidad de una perfecta consagración al Evangelio y de una cercanía a la humanidad.

Secularidad consagrada, nos exige vivir en el mundo, en contacto con los hermanos del mundo, insertos como ellos en las vicisitudes humanas, responsables como ellos de las posibilidades y riesgos de la ciudad terrestre, igual que ellos con el paso de una vida cotidiana comprometida en la construcción de la sociedad, con ellos implicados en las más variadas profesiones al servicio del hombre, de la familia y de la organización de los pueblos. Comprometidos sobre todo, a construir un mundo nuevo según el plan de Dios, en la justicia, el amor y la paz, como expresión de una auténtica civilización del amor. No es tarea fácil. Exige discernimiento, generosidad, coraje: Pablo VI los llama los alpinistas del espíritu.

Jesús vivió su consagración precisamente como Hijo de Dios: dependiendo del Padre, amándole sobre todas las cosas y entregado por entero a su voluntad.

Por eso, toda consagración debe entenderse en referencia explícita e inmediata a Jesucristo como una real configuración con Él en una dimensión de su misterio. En consecuencia, allí donde haya una verdadera conformación con Cristo, allí habrá verdadera consagración.

El Hijo de Dios se encarna para consagrar toda esa realidad humana y desde ella, todo el mundo del hombre, asumiéndola, trascendiéndola y sacrificándola.

Cristo se vive y se desvive a sí mismo en sacrificio, en autodonación al Padre y a los hermanos. Esta consagración o unción, sustantiva, debe realizarse también en un orden dinámico, operativo. Y esto no se efectúa de una vez para siempre. Por eso, Cristo vive en sí mismo todo un proceso de consagración que dura toda su vida, hasta que, en la muerte y resurrección, su naturaleza humana adquiere la transparencia que su condición de Hijo de Dios exigía desde el principio.

Cristo en la encarnación y desde la encarnación, renuncia al brillo, al poder, a la gloria y a la majestad, no hace valer sus derechos y se presenta en estado de debilidad. De este modo desanda el camino recorrido por Adán, quien hizo alarde de una categoría que no le correspondía e hizo valer unos derechos que no tenía. Como toda la vida de Jesús fue un estado de virginidad, de pobreza y de obediencia, en realidad toda su vida fue un continuo anonadamiento y vaciamiento de sí mismo –kénosis-, es decir, un perenne sacrificio y un proceso ininterrumpido de consagración.

María Virgen, consagrada ya desde el principio de su existencia por la concepción inmaculada, que supone no sólo la ausencia total de pecado, sino la plenitud inicial de gracia, es consagrada de nuevo por la gracia de la maternidad divina, en la encarnación, quedando toda ella introducida vitalmente en el ámbito de la Trinidad, invadida por el Espíritu, asociada a la Paternidad del Padre y relacionada intrínsecamente con el Hijo, a quien engendra, por una acción generativa propia, según la naturaleza humana.

Y, en ese mismo momento, inicia también ella todo un proceso de anonadamiento –de consagración- que dura toda su vida y que culmina en la muerte física y en la asunción gloriosa a los cielos. María Virgen, al igual que Jesús, no hace alarde de su categoría; se presenta como una mujer cualquiera; se proclama a sí misma sierva, cuando es de verdad y otros la llaman Señora y Reina; no hace valer sus derechos. De este modo, con su Hijo, desanda el camino recorrido por Eva y deshace el nudo de la desobediencia y de la incredulidad que Eva había hecho. María, viviendo en virginidad-pobreza-obediencia, se vivió en sacrificio de sí misma y en autodonación a Dios y a los hombres. Por eso, justamente es llamada "modelo y amparo de toda vida consagrada" (Can. 663,4).

Perpetuar en la Iglesia, de modo sacramental, su misterio de anonadamiento y de sacrificio total de sí mismo. El consagrado representa o sea, hace de nuevo visiblemente presente a Cristo en la Iglesia y para el mundo en estas tres dimensiones esenciales de su proyecto de vida. En esto consiste la identidad y misión de la vida consagrada.

La consagración tiene un carácter de totalidad. Comprende a toda la persona y abarca toda su vida. Por medio de los tres votos, el hombre se entrega a sí mismo en totalidad a Dios, realizando una verdadera transferencia de propiedad. No sólo le ofrece los frutos del árbol de su vida, sino el árbol mismo con sus raíces y toda su capacidad de fructificar; y no por etapas, sino de una sola vez y para siempre. En su aspecto de renuncia los votos no quieren remover simplemente lo que se opone a la caridad, sino lo que impide o estorba su perfección, su totalidad y su actualidad. El consagrado pretende vivir ya desde ahora, en la medida de lo posible, la caridad teologal con la totalidad y actualidad con que se vive en el cielo; es decir, en ejercicio vibrante y continuo y en acto ininterrumpido.

En virtud y como exigencia fundamental de la fe en Cristo, el cristiano tiene que estar dispuesto a perderlo todo por Él. Esta disponibilidad no es de consejo, sino estrictamente obligatoria como actitud habitual. Pero el consagrado, como los apóstoles, vive de una manera original y con un especial radicalismo esta disponibilidad total, dejándolo todo de hecho por Jesús.

Ahora bien, la persona no sólo se entrega en totalidad y se deja poseer, consintiendo activamente en la acción de Dios, cuando de verdad ama y cuando es amada. La consagración sólo puede entenderse y explicarse desde la categoría suprema del amor y del amor total. Desde el amor de Dios, primeramente; y desde el amor que Él derrama y crea en la persona. El amor es un don. Y amar es darse.

También la vida consagrada es un acto que genera un proceso. La configuración con Cristo virgen –pobre- obediente debe ir creciendo ininterrumpidamente hasta llegar a ser, de verdad, una pura transparencia de Jesús.

La vida consagrada nace en la Iglesia y para la Iglesia. Los llamados consejos evangélicos y el estado de vida en ellos fundado son un don divino que la Iglesia recibió de Jesucristo y que con su gracia conserva siempre. Este modo de vida pertenece esencialmente a la estructura interior de la misma Iglesia. La consagración redunda a favor de la Iglesia entera, que es el ámbito propio de nuestra inserción en Cristo y de la misma consagración. "Es la Iglesia quien autentiza el don y es medidora de la consagración" (E. E. 8).

La consagración teologal de Cristo, su entera donación no sólo subjetiva, sino objetivo-real en sacrificio al Padre, es el carisma, el don hecho por Él a la Iglesia... Esta consagración es un don. Pero es, consiguientemente y de un modo insoslayable, una ineludible tarea. La Iglesia está obligada a realizar en sí misma esta entera consagración teologal del Señor.

Ahora bien, no es posible que la Iglesia en su totalidad ni por la mayor parte de sus miembros, realice en su plenitud esta consagración teologal, que sólo puede ser como tal, vivida y exteriormente expresada en la práctica de los consejos evangélicos. Desde el punto de vista, la vida consagrada es la que de verdad y por entero cumple en la Iglesia la consagración teologal del Señor, en la cual la iglesia entera fue consagrada. De otro modo la consagración de Cristo sería incompletamente vivida y realizada en la Iglesia.

Nuestra mirada se dirige hoy, en camino hacia el "tertio millennio adveniente" en un encuentro con Jesucristo vivo. Él nos dice: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". El está en nuestros corazones de seculares consagrados, mediante la fe y la caridad, por la acción del Espíritu Santo y en la Eucaristía.

Necesitamos la conversión personal, paso imprescindible para recibir y acercarnos a Cristo: "Arrepiéntanse porque el Reino de Dios está cerca" y una total renovación de todo nuestro ser, sentir, juzgar y disponer.

Debemos vivir en comunión entre nosotros y con Dios, para promover en el mundo los "nuevos caminos de comunión y de colaboración, aunando esfuerzos entre personas consagradas y laicos en orden a la misión" (VC 55).

Será necesario por nuestra parte un testimonio de santidad más vibrante y transparente como consagrados/consagradas, con los dones que cada uno hemos recibido, santidad en las ocupaciones y circunstancias de la vida, es el medio más eficaz para ser la "sal" de la tierra y la "luz" que el mundo necesita hoy.

Vivamos la solidaridad cristiana, como puesta en práctica del mandamiento del amor que tiene su origen en la fe en un Dios, siempre solidario, respecto al hombre que crea por amor, que no lo abandona caído en el pecado, sino que le ofrece la salvación (Gen. 3,15), que escoge a un pueblo lo forma y establece con el una alianza de amor y fidelidad.

Para nosotros implica la solidaridad un compromiso religioso y ético, que regula de igual manera la vida espiritual con Dios y la preocupación por los pobres, los deberes para con Dios y las obligaciones con el prójimo.

Nuestros objetivos podrán ser:

- Valorar nuestra secularidad sabiendo que no es un hecho sociológico, sino una forma de asumir el riesgo de optar por el mundo como ámbito de acción. 

- Tomar conciencia para seguir creciendo en fidelidad a nuestra consagración en secularidad. 

- Potenciar nuestra consagración secular para introducir en la sociedad las energías nuevas del Reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de las Bienaventuranzas.

Para terminar, recordemos las palabras del Papa Juan Pablo II: "No tengáis miedo. Abrid de par en par todas las puertas a Cristo".

Esta llamada se dirige a nosotros miembros de Institutos Seculares. Que la fuerza del Espíritu que "renueva la faz de la tierra" nos ayude a abrirnos más y más, nos dejemos invadir por el fuego de su amor, abandonándonos en El, para transformar el mundo desde el interior a guisa de fermento (L.G. 31).